miércoles, 11 de febrero de 2015

Los fantasmas se aburren




Llegó el día en que los fantasmas del viejo caserón se tomaron vacaciones. Acostumbrados a trabajar sin descanso, no se hallaban sin nada que hacer. Pasaron a dedicar el tiempo a corretear de un lado a otro, aunque sin nadie a quien asustar, no resultaba igual de divertido. Añoraban las noches en las que salían de sus escondites para atemorizar a los inquilinos del ruinoso edificio. No era de extrañar que fueran pocos los que resistieran más de dos semanas en el lugar, por lo que nadie se decidía a llevar a cabo ningún tipo de reforma en él. Si no lo impedían, la construcción acabaría viniéndose abajo y con ella su futuro e ilusiones. ¿Qué sería de unos pobres fantasmas sin lugar en el que pernoctar y realizar su trabajo? El miedo no tiene sentido si no hay quien lo padezca, por eso, necesitaban encontrar nuevas víctimas urgentemente.

            Lo ideal era que una familia comprara la casa. Los niños son las víctimas preferidas de todo fantasma que se precie, poder asustarlos a ellos y, por que no, también a sus padres, les devolvería la vida que poco a poco estaban perdiendo. Les encantaba generar corrientes de aire y arrastrar las cadenas provocando ruidos. Todo valía con tal de hacer surgir el medio.

            Tras meses de descanso, finalmente, un joven matrimonio con tres niños se animó a comprar el viejo caserón. La alegría de los fantasmas fue tal, que organizaron una fiesta para celebrarlo. Los inquilinos aún tardarían unos días en llegar, por lo que podían ser todo lo escandalosos que quisieran.


Una gran explosión los sorprendió en medio del jolgorio. Los cimientos del viejo edificio temblaron y, por una vez, los fantasmas pasaron de crear miedo a padecerlo. No sabían lo que estaba sucediendo, pero deducían que nada bueno. El estruendo dio paso al silencio. Rodeados de polvo, comprendieron que alguien había decidido derrumbar su casa, dejándolos, del mismo modo, huérfanos de esperanzas. 

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